Hace sólo unos meses, a finales de 2007, Madrid era un enjambre de ricos o de aspirantes a ricos volando sobre un panel en el que por sus millones de celdas asomaban la cara millones de pobres sonrientes ante un futuro en el que indiscutiblemente hallarían la porción de néctar con la que siempre habían soñado. El presidente del gobierno (de España, claro) prometía la conquista del pleno empleo, cuatro metafísicas torres se alzaban raudas (hasta 250 metros sobre el suelo) donde antes había una ciudad deportiva gloriosa pero, qué duda cabe, demasiado modesta para una urbe que aspiraba a ser la sede de las Olimpiadas de 2012.
Las torres no sólo eran metafísicas, sino únicas. Esdrújulas en todos los sentidos, se erguían sobre el secarral manchego como cuatro navajas rondeñas desafiando al futuro, reinaban y reinan sobre miles de modestos edificios de los años setenta y ochenta, con la soberbia con la que Robert Mugabe se come 3.000 pollos el día de su 85 cumpleaños. Madrid no sabía a dónde le llevaba aquel futuro pero percibía, quizás a través de los túneles innumerables que se horadaban en su centro y en su perímetro, que sólo había una dirección en la que caminar: gasto y más gasto. Leña al burro hasta que hable inglés. Y con tal filosofía, la viviendas que debían valer 100.000 euros se vendían por 500.000.
Un poco antes de esto, sólo meses antes, Dani de Vito, alguien que es al cine lo que las croquetas a la gastronomía (en ocasiones, delicioso), había afirmado: “los madrileños son estupendos, sólo deseo que encuentren rápidamente su tesoro”, en referencia a las decenas de túneles y miles de obras que hacían intransitables sus calles. La frase fue celebrada con alborozo por el periodismo satisfecho y reinante. ¡Que ocurrente De Vito! Pero de Vito no era ocurrente, era Diógenes de Sinope. Era el filósofo cínico que advertía al pueblo de su destino fatal: la ruina. Claro que esto ya lo había explicado Chesterton cuando escribió: “el periodismo es decir que ha muerto Mr. Foss a personas que jamás pudieron imaginar que Mr. Foss pudiera haber existido”. Es decir, no le hicimos ningún caso a Dani de Vito. Lástima.
Uno de los encantos de aquel Madrid que hoy duerme una pesadilla de desánimo y restricción del gasto, eran los inmigrantes. De repente España, un país que desde el siglo XVII había sido cuna de emigrados (particularmente a la América colonizada, perdida, y siempre añorada) se convertía en receptora de mano de obra de otros lugares. Ecuatorianos, subsaharianos, hondureños, dominicanos y magrebíes se “partían el cobre” en los trabajos que los españolitos de la sociedad de la comunicación, el conocimiento y el I+D+i (algo que nunca supe qué significa) no estaban dispuestos a desempeñar. Las torres de La Castellana eran el símbolo de un destino más alto que “currar” de camarero, de encofrador o de albañil. El jardín vertical que Jacques Le Blanc ha diseñado para culminar la fachada de una de las ellas (“un regalo a la ciudad”, según su arquitecto César Pelli) pondría la naturaleza en un altar a doscientos metros de sus espectadores más cercanos, inaccesible y, al mismo tiempo, siempre presente. Ese era el destino, lo natural: comer hamburguesas a 200 metros de altura y pensar que aquello que se ve en el horizonte mientras masticas no es Alcobendas (una ciudad dormitorio constreñida como si tuviera miedo de si misma, en la que sólo hace dos décadas se compraban el piso sólo los obreros), sino Las Vegas, sino la cuna de Penélope Cruz, a la que cualquier día entregarán un Óscar. Sólo la historia de Penélope era, felizmente, cierta. Y en los ojos de Penélope cuando dedicó el premio a su pueblo, amorosamente, se veía bien claro que no era Las Vegas, aunque para ella fuera bien querido.
(sigue en Nemeton n° 1)